El caballo y el muchacho by C. S. Lewis

El caballo y el muchacho by C. S. Lewis

autor:C. S. Lewis [Lewis, C. S.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1954-09-06T04:00:00+00:00


Capítulo 9

A través del desierto

—¡Qué horror! ¡Qué espanto! —gimoteó Lasaraleen—. ¡Querida, estoy asustadísima! Tiemblo de pies a cabeza. Tócame.

—Vamos —dijo Aravis, que también temblaba—. Han regresado al Palacio Nuevo. En cuanto hayamos salido de esta habitación puede decirse que estaremos a salvo. Pero se ha perdido una barbaridad de tiempo. Llévame hasta la puerta del río tan rápido como puedas.

—Querida, ¿cómo puedes? —chilló Lasaraleen con voz aguda—. No puedo hacer nada…, ahora no. ¡Mis pobres nervios! No: debemos quedarnos acostadas muy quietas un rato y luego regresar.

—¿Por qué regresar?

—¿Es que no lo entiendes? Eres tan poco compasiva… —replicó Lasaraleen, empezando a llorar.

Aravis decidió que no era un buen momento para sentir compasión.

—¡Oye! —dijo, sujetando a su amiga y zarandeándola con energía—. Si dices otra palabra sobre regresar, y si no te pones en camino para llevarme a la puerta del río inmediatamente… ¿sabes lo qué haré? Saldré corriendo al pasillo y gritaré. Entonces nos atraparán a las dos.

—Pero ¡nos ma… matarán a las dos! —exclamó Lasaraleen—. ¿No has oído lo que ha dicho el Tisroc, que viva eternamente?

—Sí, y antes prefiero estar muerta que casada con Ahoshta. Así que, vamos.

—Eres cruel —dijo Lasaraleen—. ¡Y yo me siento tan mal!

Finalmente, sin embargo, se vio obligada a ceder ante Aravis. Encabezó la marcha descendiendo por los mismos peldaños de antes y luego siguió por otro pasillo hasta que por fin salieron. Se encontraron entonces en el jardín del palacio que bajaba en forma de terrazas hasta la muralla de la ciudad. La luna brillaba con fuerza. Uno de los inconvenientes de las aventuras es que, al llegar a los lugares más hermosos, a menudo uno se siente muy inquieto y tiene demasiada prisa para apreciarlos; de modo que Aravis, aunque los recordó años después, sólo logró evocar una vaga impresión de céspedes grises, fuentes que borboteaban plácidamente y largas sombras negras de cipreses.

Cuando llegaron a la parte baja y el muro se alzó amenazador ante ellas, Lasaraleen temblaba tanto que no conseguía descorrer el cerrojo de la puerta. Tuvo que hacerlo Aravis. Allí, por fin, estaba el río, poblado de los reflejos de la luz de la luna, y un pequeño desembarcadero con unas cuantas embarcaciones de paseo.

—Adiós —dijo Aravis—, y gracias. Siento haber sido tan desagradable. Pero ¡recuerda de qué estoy huyendo!

—Aravis, querida —repuso Lasaraleen—. ¿No piensas cambiar de idea? ¡Ahora que has visto qué gran hombre es Ahoshta!

—¡Gran hombre! Es un repugnante esclavo servil que lisonjea cuando le dan patadas pero lo atesora todo y espera desquitarse incitando a ese horrible Tisroc a maquinar la muerte de su hijo. ¡Fu! Antes me casaría con el empleado de cocina de mi padre que con una criatura como ésa.

—¡Oh, Aravis! ¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? ¡Y también sobre el Tisroc, que viva eternamente! ¡Tiene que estar bien si él va a hacerlo!

—Adiós —repitió Aravis—, y tus vestidos me parecieron encantadores. Y encuentro que tu casa también es encantadora. Estoy segura de que tendrás una vida encantadora; aunque a mí no me gustaría.



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